24 marzo, 2014

Rosamel del Valle, Diario de Nueva York

Especial para Revista Atenea, marzo de 1950.

Julio 15
Desde temprano, una idea de volver al Metropolitan Museum of Art. Un deseo de estar delante de ciertas obras, por ejemplo, de los italianos del siglo XII hasta algunos del XV y del XVI. Un Fra Angelico, un Gentile da Fabriano, un Botticelli, un Piero della Francesca, un Pisanello, un Uccello un Andrea del Sarto. Todos nombres no muy grandes. Todos menos brillantes que los Felipino Lippi, Bellini, Verrocchio, da Vinci, Tiziiano, Rafael, Miguel Ángel. Nueva York aturde, principalmente ahora que es verano y que las multitudes pasan más afiebradas que nunca, como guiadas Por una estrella invisible, pero por una estrella que lleva hacia vértigos que yo perdí durante mi ausencia. En un tiempo tuve en el alma este soplo febril, este entrar y salir de una nada poblada de cosas inverosímiles, ahora es distinto. Me parece que he vuelto a una tierra que conocí en sueños alguna vez y en la que habité como sonámbulo. Hay algunos recuerdos, algunas alegrías, algunas cosas cuya resonancia me despierta. Como hoy, a propósito de esta idea inquietante, de este deseo que ahora mismo no puedo realizar porque, muy adentro de mí, hay un pequeño demonio que me aconseja sufrir esta idea, gozar de este deseo postergándolo para mañana, para otro día, para quizás qué hora en que, a lo mejor, mi pensamiento esté, como sucede a menudo, preocupado de cosas menos felices.

Julio 17 
Reencuentro con una antigua amiga sudamericana, Muy bella, muy exteriormente propensa a la buena charla, al equilibrio imperceptible que da esplendor a las palabras cuando éstas vienen seguidas de ideas. El mundo gira demasiado de prisa, parece. Las cosas se confunden de manera lamentable y hay también una profunda inquietud, o más bien, una perturbación permanente en el acto de vivir y de comportarse en las menores cosas. Se podría decir que hoy las personas son menos vagas en sus ideas, en sus apreciaciones, en sus preferencias y que cada cual ha logrado, al fin, hallar el camino personal, la expresión libre del drama que todo el mundo lleva adentro. Pero hay un rayo que apenas se ve, una pasión que florece como un tulipán envenenado. Y lo digo a propósito. Porque este reencuentro con mi antigua amiga sudamericana hubiera sido mejor que no se hubiese realizado. Ella se ha alejado mucho de la tierra y no oculta que sobre el mundo ha caído tal lluvia de lodo que el ser humano y las cosas han perdido enteramente su brillo, aun el más oculto. “Desesperación”, le he dicho. “Conocimiento”, me ha respondido. Lo terrible para mi es que estoy seguro de que esto último ha andado siempre muy lejos de su reino. 

Julio 18 
A veces siento el deseo de detenerme de pronto en plena calle y detener, a la vez, a alguien, para saber cuál es la reacción que produce un hecho así. No se me hubiera ocurrido jamás un hecho semejante en una ciudad pequeña, donde los transeúntes pudieran ser contados de mil en mil. Pero aquí, entre esta multitud, entre estos millones de seres que pasan como flotando a mi lado, cualquiera idea de esta especie es imposible. La verdad que no es acertado decir que a grandes multitudes, grandes pensamientos. Pero sí se puede creer que a grandes multitudes, un sólo pensamiento. Y si no es el de vivir, casi no valdría la pena intentar realizar lo que a veces suele ocurrírseme. Un encuentro así, con alguien. Con alguien cuyo asombro no sería solo la idea de que me acercaba a él nada más que con la intención manifiesta de sorprenderlo en su profunda ansiedad de vivir. Porque nadie aquí parece querer negocios con la muerte. “Una multitud que no piensa en nada”, como dijo erróneamente mi amiga el otro día. 

Julio 20 
Observo con placer que aquí no existe la envidia. Durante muchos años he vivido entre personas que desprecian o envidian. Un lamentable equilibrio. A menudo oí decir a muchos “todo el sueño de mi vida es llegar a tener una casa como esa. Tendría que enlodarme para conseguirla…”. Y me indicaba una casa casi siempre demasiado modesta para ser comparada con un sueño. Imagino el estupor si alguien me dijera aquí, mostrándome un rascacielos: “Si no llego a tener algo como esto, prefiero no seguir luchando y morir…”. Un sueño incómodo, pero de mucho orgullo, que parece ser lo esencial. Ahora, solamente ahora, comprendo por qué el rico norteamericano hace las cosas en grande. Es para que nadie se las pueda envidiar. Otro gran estupor sería el de oír decir a los predicadores de cualquier idea o cualquier religión. “La envidia no ha sido nunca una gran idea”. 

Julio 22 
Ayer conocía al pintor André Racz. Rumano de nacimiento, hoy ciudadano norteamericano, me parece. Vi antes sus exposiciones aquí, hace un año. Lo seguí a través de los museos, lo sentí a través de las buenas revistas de arte moderno norteamericanas. Lo reencontré en su envío a Chile del año 1948. Y cada vez donde corre un extraño viento bíblico y donde parece surgir al desnudo una humanidad devorada, tanto por lo que lleva en el cuerpo como por lo que pesa “como idea” en el hueco profundo donde se acumula lo secreto de la existencia. Muchas veces pensé en cómo podría explicarme yo esa especie de sonrisa en el sufrimiento que vi siempre, por ejemplo, en sus Cristos o en los rostros de hombres cuyo tránsito terrestre es también una especie de calvario. Ayer lo comprendí. Por todas las telas por donde pasa la mano de Racz, es su propio retrato y su propia sonrisa lo que se queda allí vibrando y diciendo claramente que el arista debe quedar también como un elemento más de lo que crea. En otros puede ser solamente el don, la originalidad, la expresión hallada, el estilo. En Racz es, además, su rostro tan transparentemente expresivo en los “cimientos” de su barba que a menudo me recuerda las figuras bíblicas de los bizantinos rumanos. Por supuesto, estos detalles demasiado personales no entran sino en la órbita de la sorpresa o de la emoción que se siente al encontrarse de pronto con quien uno ha seguido a través de sus obras, ya se trate de un artista o de cualquier otro creador tocado con el don de las experiencias profundas. Pero, en verdad, me regocija pensar en que esa especie de unidad entre el hombre y su propia figura humana (que yo había presentido al través de la pintura y de los grabados de André Racz) era ya algo más que una evidencia. Se lo he dicho, explicándome a duras penas, y hemos sonreído juntos como si se tratara de una cosa que ambos conocíamos ya muy bien. 

Julio 23 
Esta tarde, en la librería Gotham, de la calle 47, enredé algunas palabras con una joven norteamericana que revolvía los libros con avidez. Digo enredé porque ella y yo hablamos de ciertas obras, de ciertos autores, de ciertas preferencias y porque lo único que recuerdo bien es la sorpresa—me lo dijo—con que me oía hablar con algún conocimiento de los autores norteamericanos actuales y del pasado. El resto, para mí, no es sino esa agitación y esa avidez con que revolvía libros hablando, a la vez, sobre cada uno de ellos. Y el tiempo que me pareció perder observando sus profundos ojos azules que no miraban hacia ninguna parte, porque, ciertamente, brillaban demasiado hacia adentro. Algunas palabras en ese sentido me hubieran regocijado. Pero quizás si la aureola de ese sueño vivo se hubiera deshecho a causa de mi falta de discreción o por lo que ella pudiera haber dicho como saliéndose un poco de sí misma. 

Julio 25 
Ayer pase gran parte de la tarde en el Central Park. Es decir, como hace un año, volví a tenderme en el césped, a perderme entre los boscajes, a monologar con las ardillas, ahora no tan radiantes porque están en la estación del año en que pierden el pelaje, y lo poco que las cubre las hace casi transparentes y como mimetizadas con las hierbas o con las ramas a ras de tierra de los cerezos o de los magnolios. Nunca me pareció más grandiosa la vista de los rascacielos y de las torres de los edificios menores desde allí, donde por arte de magia se reúnen para levantarse como si estuvieran en el centro mismo del parque. Pero de pronto me sentí fatigado al contacto de tanto prodigo y opté por perderme definitivamente al través de los pequeños bosques y de las pequeñas colinas floridas. Y luego, en lo más enmarañado de un rincón solitario, tuve la grata sorpresa de encontrarme con la estatua de Schiller, perdida, como un sol de otro mundo entre las ramas. Mi único pensamiento fue entonces el de que, en verdad, la poesía no vive sino en lo oculto. Es decir, en lo que menos se ve. 

Julio 27
La noche es terriblemente calurosa y la lluvia canta con furia sobre la ciudad. He pensado en Omar Kayam y en su “un libro, una mujer y un vaso de vino...”. Por ahora, el libro es Gold Coast Custums, de Edith Sitwell; la mujer es la apenas perceptible Thérèse con su bosque de sueños sobre el pecho mientras duerme; y el vaso es de buen vino de Chile, que me trae los fuegos lejanos junto a los cuales, durante tantos años, me senté, de noche a edificar la endeble casa de mi destino. Mientras tanto, la lluvia insiste en repetir algo que ahora no es lo que se suele escapar de la poesía de Edith Sitwell, a quien me hubiera gustado conocer de cerca a su breve paso por Nueva York. 

Julio 30
Un día verdaderamente libre para mí. Un día en que el mundo tiene otro aire y otro color, porque arde invitando a regocijarse. He ido, entonces, a una de las playas del sur de Brooklyn. Hubiera sido preferible la de John Beach, pero reina la multitud adinerada, o la intrusa, con lo cual el mar adquiere otro sentido. En cambio, el bello Brooklyn acoge con arenas acariciadoras y gentes que no lucen sino el cuerpo y la avidez de vivir por algunas horas fuera del endemoniado ritmo de la ciudad. Si, otra vez junto a la voz del mar. Junto a lo que escribe de manera tan temporal y a la vez tan eterna en sus embestidas hacia la playa. A lo lejos se levanta, lo sé bien aquello que cada uno de nosotros lleva en permanente alarma y que no es sino la lámpara que nos sacude a ciertas horas para recordarnos que el acto de vivir es, sobre todo, un acto profundamente responsable. El problema está en la elección de esta responsabilidad.

18 marzo, 2014

Fragmento de: "El emperador de occidente" de Pierre Michon.



Rió brevemente. Me pareció que la mano estropeada, la mano cansada, la que había vivido un poco más que la otra, repelía algo en la oscuridad, palabras que no diría, todos los bosques de Lucania rememorados, irreconocibles, un rey que tiene estertores y por última vez sonríe a su amigo, pero tal vez son delirios y lo confunde con alguien más. Bebíamos cada vez más rápido, sin saciarnos. Como del impluvio, donde se repetían las estrellas, como del cuadrado de tinieblas arriba, donde aquéllas no brillaban mejor... Pero no, de esa vieja boca apagada en la noche, la voz recomenzó: “Ya estaba muerto. Todo el mundo conoce el resto. Se sabe lo que quiso y lo que se hizo. Un río corría allí, espeso, oscuro, en las profundidades de los bosques caídos, el Busentino: tres días toda Escitia desconsolada, furibunda, con palas, espadas, los escudos repletos, excavó un canal paralelo al río, entre nubes de mosquitos; todo aquel ejército de lodo, de lenguas mezcladas, se hundió hasta los muslos, en sus cascos cornudos con gran esfuerzo transportó tierra muerta, derribó robles como lo había hecho con las columnas en los templos, e igual que derribando templos, cantó salmos para un gran cadáver que esperaba, de cara al cielo; aquel ejército para el que nada sostenido volvería a cantar, pero que quizás cumplía, definitiva, su más alta hazaña militar. Y cuando toda el agua se fue mascullando tragada por el canal, cuando el lecho puro del río estuvo seco, en ese fango en el que morían carpas, donde raíces espectrales eran por primera y última vez sorprendidas por el día, toda Escitia bajó adentro, chapoteando, gimiente y patética como las legiones de Germania resucitadas que regresaran a sus turberas, toda Escitia cavó además un gran agujero, arrojó en él los trofeos arrebatados a Roma, los dioses y los pequeños objetos familiares apreciados por los sabinos, Cartago y los griegos, el labarum bajo el que marchaba Constantino, siete siglos de victoria, y encima arrojó por último, como un saco de oro y pelliza, al rey, que se hundió lentamente entre grandes remolinos y, vientre al aire, desapareció de repente bajo las carpas. Entonces, con salmos acrecentados como para el asalto final, con grandes golpes de espada o con las manos llenas, Escitia, exultante, rompió los diques del canal y toda el agua del mundo, tumultuosa, sorda, pasó con toda naturalidad sobre el cuerpo de un príncipe escita sin importancia que había marchado en Roma delante de los cesares. Sobre aquella ribera yo canté, por última vez”. Escuché entonces algo sorprendente: una voz decrépita, quejumbrosa, una voz muy vieja se puso a cantar bajo, como mascullan los ancianos. Ninguna lira lo acompañaba. Era griego; reconocí, interrogando al Erebo, que no es más oscuro que el Busentino pero corre sobre más reyes, a Ulises dialogando con los grandes cadáveres locuaces, cuando degüella corderos para su viejo apetito y, atraídos, ellos se acercan, golosos como ancianos, chochos como ancianos, para lamer la sangre negra y narrar su vi da. Había recitado con seguridad estas estrofas paganas en Lucania, para la ausencia de un rey cristiano que ya no existía, que se arrojaba a un río y se adueñaba oscuramente del universo, que no tenía más tumba que el mismo Dios Padre. Me pareció —pero yo también había bebido mucho, estaba confundido y qué importa, puesto que aquella voz nocturna era más precisa que cualquier voz—, me pareció que cantaba desafinado. Llegó a los versos en los que Agamenón, el coloso, aquél del que es indiferente que sepamos si una cancioneta lo llamó a Troya, puesto que él es hoy la canción misma, la sombra colosal, trémula, aparece, se sacia de golosina oscura y sólo después se pone a llorar, preguntando por su hijo, y Ulises responde: «Atrida, ¿por qué me interrogas? No puedo saber si está muerto o vivo. De nada sirve decir lo que el viento se lleva». Su voz se cortó. Había cantado para mí como para un rey sumergido. Lloraba en silenció. Quise reconfortarlo, abrazarlo. Le serví un vaso de vino, torpemente se lo tendí en las tinieblas; sus dedos tocaron los míos cuando lo tomó; temblaba; bebió ruidosamente, como los ancianos, como los muertos.