09 diciembre, 2010

"Evguénie Sokolov" de Serge Gainsbourg.

De mi vida, sobre esta cama de hospital que sobrevuelan las moscas de la mierda, la mía, me vienen confusas imágenes, a veces precisas, con frecuencia confusas, out of focus, dicen los fotógrafos, que puestas a continuación unas de otras compondrían una película a la vez grotesca y atroz, en tanto tendría la singularidad de no emitir por la banda sonora paralela en el celuloide a las perforaciones longitudinales más que deflagraciones de gases intestinales.
Si me atengo a mi vacilante memoria, me temo que desde mi más tierna infancia tuve el don natural, qué digo, el inicuo infortunio de ventearme sin parar, pero, como era de natural a la vez púdico e hipócrita, y seguramente esperaba el momento propicio para exhalar sin testigos ni vergüenza aquellos suspiros parasitarios, nadie en mi entorno descubrió jamás mi cruel anomalía. Supongo que, a través de las relaciones solapadas de mi esfínter anal, hidrógeno, gas carbónico, nitrógeno y metano eran expulsados al aire libre de wáteres y plazoletas, y con certeza en aquella época podría detener a voluntad los vapores nocivos mediante la sola contracción de la ampolla rectal.
Hoy, encamado, en ansiosa espera del tercer intento de electrocoagulación, miro cómo hinchan las sábanas mis impetuosas e infectas ventosidades, sobre las que hace ya tanto tiempo, ay, que he perdido el control, y, mientras pulverizo ineficaces desodorantes, reconstruyo la traza de un destino miserable y nauseabundo.
Mis primeros balbuceos de bebé emitidos por vía anal no inquietaron en absoluto a mi ama de cría, una lechera de pechos de luxe a cuyos ojos echaba sistemáticamente, arrastradas por mis aires colados, las nebulosidades talcosas con que ella me espolvoreaba las nalgas, porque, mientras peía, no dejaba de estrujar una rata de juguete con una sonrisa estupefacta.
Siguió un desfile de niñeras, como un baile de alta costura. Una me enseñó de paso el alfabeto cirílico, ésta los puntos de musgo y de jersey, aquélla a tocar el armonio de fuelle, sin que ninguna resistiese más de tres meses el hedor que desprendía el mío.
En el colegio, en las placas turcas de puertas batientes, para las que sólo el maestro tenía llave, como si lo que dejaba en ellas fuera más precioso, el miedo me anudaba la garganta, y mi ano empezaba a emitir sus ruidos parasitarios, un jaleo que podía percibirse incluso bajo el cobertizo del patio, por mucho que al lado los demás, por la forma perentoria en que usaban el papel de periódico, no tuvieran ningún problema en dejar adivinar sus asuntos secretos. (…)
Pronto di muestras de una muy clara inclinación por el dibujo, pero la espontaneidad de mis bosquejos y la ingenua frescura de mis acuarelas fueron inmediatamente moderadas por los pedagogos, que se burlaban de mis globos cúbicos, conejos ajedrezados, cerdos azules y otros fantasmas embrionarios, y, como tenía que someterme, me vengaba en la piscina soltando junto a ellos unas burbujas irisadas que subían borboteando a la superficie antes de estallar en el aire puro y liberar sus gases contestatarios.
En el dormitorio común, el problema estaba en dar curso a mis ventosidades sin despertar a nadie, pero la primera noche, después de dos o tres pedorreras perdidas en unas quintas de tos fingida, hallé la solución instintivamente, un dedo introducido con delicadeza en el esfínter, y los gases deflagraron sin causar alarma, y de día, mientras recorría a Catulo sin prestar atención, Quid dicam gelli quare rosea ista labella, no me privaba de ventearme con sordina mirando con insistencia a mis vecinos inmediatos, y tal era la flema que gastaba, que las sospechas nunca se dirigieron a mí en relación con el perfume, y, cuando era llamado al encerado, podía ocurrir que el profesor castigase a toda la clase, habiendo intentado en vano saber quién tiraba bombas fétidas. (…)
Fui expulsado del colegio por indisciplina, y llevado por mis ventosidades entré en la escuela de Bellas Artes, donde, aunque mediocre en matemáticas, opté sin convicción por los estudios de arquitectura.
Allí tuve que dominarme, puesto que las clases eran mixtas. Aprendí así a controlarme un poco, aunque no me curé; ya que el taller estaba situado en el sexto piso de una anexo de la escuela, me obligué a tirar uno de mis petardos en cada escalón, y pude contenerme un tiempo, que me vio pasar, siempre con mis gases, de la trigonometría a la pintura.
Empecé por el carboncillo, y al alba planté el trípode de mi caballete junto al Perseo de Cellini, fascinado como estaba por la garganta seccionada de la Medusa, y en aquellas galerías a menudo desiertas en las que el eco me devolvía mis escapes, que corrían entre bronces y yesos y reverberaban con estruendo bajo las vidrieras, me sentí bastante feliz. Pronto hube de pasar a los modelos vivos, y con una mirada fría de la que aún estaba excluida toda satisfacción animal descubrí el desnudo femenino. Por culpa de aquellos montones de carne blanda, de aquellos cuerpos inflados o huesudos, de aquellos pubis parduscos, pelirrojos o ala de cuervo de los que a veces salía, por el ángulo agudo de triángulo isósceles, el hilo de un tampón periódico, nació en mí una misoginia furiosa que ya no me abandonó, en tanto mi mano idealizaba todo aquello en bosquejos acerados y coléricos que rubricaba, de vuelta en casa, con chorros de esperma, autógrafos agotadores que me llevaron instintivamente a una prostituta de extrarradio, Rosa, Ágata, Angélica, un nombre de planta, piedra o flor, poco importa, que se metió mi verga en la boca mientras yo me tiraba un pedo que la pobre recibió con la cabeza bajo la sábana, como esos vahos que se usan habitualmente para despejar las vías respiratorias, y hete aquí que resbala lentamente sobre el linóleo, cloroformizada.

Fuente: Hueders